Miraba los hielos casi intactos de mi copa exponiéndolos al trasluz de las tres bombillas que apenas lograban iluminar la barra. No les dio tiempo a derretirse y pedían otro baño. Obvio.
Aquella pose invitaba mucho a reflexionar, ya medio borracho y aburrido, en esas tardes ocres de las últimas semanas del toque de queda. Aquel día recordé una cita que evocaba para mí el periodismo de raza, casi detectivesco, y que en algún momento me inspiró en mis fantasías de estudiante. “Pasé tanto tiempo entre la mierda, muchacho, que el único abrazo que me salía era el gancho de izquierdas”, decía José Luis. Yo estaba equivocado en el tipo de mierda al que se refería Alvite, me imaginaba una cosa más romántica, pero después de 25 años de periodismo el tipo de abrazo que te acaba saliendo sí que es el mismo. Cada uno termina encontrando sus porqués. Y los va acumulando en el fondo como sedimentos que por fuerza achican el recipiente y dejan cada vez más fácil que una gota lo colme, justo un instante antes de ponerte a dar abrazos.
Fue cuando volvía a casa, empalagado de estos pensamientos y del destilado al que tan bien le sienta la turba de Skye, cuando me sobrepuse a la zozobra y me entró el ramalazo de juntaletras del que sigo preso. Tenía al día siguiente más resaca de la que creía merecerme, pero me la quitó de encima medio bloody mary y el whatsapp con el que este medio aceptó que diera la paliza a sus lectores cada quince días. Y aquí estoy ahora, dando por bueno esto que os cuento para la primera entrega, digamos que para darme a conocer. Ya habrá tiempo de buscarle tres patas a la cigüeña María, llamar monumento a Ayuso o hablaros de los roceños que me encuentro cuando veraneo en Kalpe.